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12 marzo, 2007

Politeismo

En 1970, y después de una especie de retiro espiritual, Philip Guston, uno de los expresionistas abstractos más elegantes, reapareció en la esfera pública con una exposición en la galería Marlborough de Nueva York que lo convirtió en un paria. La abstracción había desaparecido de sus cuadros; en su lugar había una especie de caricaturas que fueron despreciadas por el establishment del expresionismo abstracto, con Clement Greenberg y Hilton Kramer a la cabeza. Greenberg llevaba casi veinte años argumentando que la labor de la pintura era buscar la pureza, con la exclusión de todo, y sobre todo, de la figuración. Kramer era el principal crítico de arte del New York Times y también era un defensor de la pureza. Los pintores que hasta hacía poco habían sido amigos y compañeros de Guston, le dieron la espalda. El único que hizo lo contrario fue Willem de Kooning, que lo abrazó y dijo que lo entendía todo: que se trataba de la libertad.

Quizá lo que a muchos más molesta del arte contemporáneo sea que todo vale. Arthur C. Danto explica que eso se da porque hemos llegado, a partir de Warhol a una situación en la que es imposible distinguir, por lo menos a través del método tradicional, visual, un objeto artístico de un objeto común y corriente. Así, como con la vista ya no podemos distinguir, ahora hay que distinguir con la mente: la diferencia, entonces, es filosófica. Y nuestra labor, como espectadores o como críticos, estriba en buscar el significado de las obras de arte que se nos proponen. Que algo se proponga como una obra de arte es, principalmente, una invitación a pensar, a interpretar, a imaginar: una invitación a producir sentido.

Quizá en un país como España, donde desde siempre ha estado mal visto interpretar con cierta independencia de criterio (no por nada estuvo prohibido durante siglos traducir la Biblia al español), esto de lanzarse a buscar el significado de algo parezca demasiado resbaladizo, demasiado falto de garantías e incluso, imperdonable. Por suerte, el otro día encontré un artículo de Galder Reguera, en el que aparece la idea de Danto aumentada y mejorada. Yo llevaba tiempo diciendo que nuestra labor como artistas, críticos, galeristas, coleccionistas y espectadores es producir sentido. Rubén Verdú prefiere decir generar sentido. Y Reguera utiliza la frase construir sentido. Con matices y todo, vamos en la misma dirección. Cito a Reguera:

Creo que el crítico de arte, a título individual, no tiene por qué esconder su concepción privada de lo que es el arte— o lo que debe ser—. Tampoco tiene por qué dejarla entre paréntesis a la hora de abordar una crítica, en pro de una búsqueda quimérica de una supuesta objetividad, entendida como compromiso con los hechos (con la obra). Tal gesto supondría, por un lado, una falsificación de la propia naturaleza (epistemológica) de la disciplina (debemos abandonar ya de una vez para siempre el supuesto horizonte de verdad) y, por otro, un menoscabo a la propia obra que se juzga (en la medida en que se pretende juzgar desde arriba).

Hace unos días, David de Ugarte y yo hablábamos durante una comida precisamente de este horizonte de verdad y su fundamentación cultural-religiosa. Cuando existe un solo dios, la verdad última reside en él; en un sistema monoteísta, el dios es el horizonte de verdad. En un sistema politeísta, sin embargo, los dioses son cada uno un horizonte de verdad, y compiten entre ellos, encuentran alianzas temporales o llegan a consensos de mayor duración. En un mundo en el que la verdad es única, el sentido es histórico, tiene un fin. Esa es la perspectiva de la pureza que defendían Greenberg, Kramer y los expresionistas abstractos que le retiraron el saludo a Guston. Guston se había apartado del camino hacia la verdad única; como poco era un hereje, o peor: se había pasado al politeísmo. Guston mismo lo dijo: “Era como si me hubiese apartado de la Iglesia, y estuve excomulgado un tiempo.” De Kooning reconoció a la primera esa salida de Guston y la celebró: se trataba de la libertad.

Y esa es precisamente la cuestión en el arte contemporáneo, en el que “todo vale”. Es un sistema politeísta en el que cada quien aborda el arte y la realidad como mejor le parece, siguiendo a su dios favorito, su obsesión predilecta. Sin el horizonte histórico (que siempre acaba siendo una suerte de fundamentalismo), eso que decía antes de producir, generar, construir sentido a título individual para luego ponerlo en juego dentro de la colectividad, cobra una relevancia enorme. Ahora somos nosotros, todos y entre todos, los encargados de darle sentido no sólo a nuestras producciones culturales sino también a la vida misma. Somos los responsables de nuestro porvenir, que se va configurando conforme lo vamos construyendo, generando, produciendo. Eso es muy diferente a encontrar que el destino está decidido por un horizonte de verdad, por un dios único y verdadero.

Pero entonces, ¿cómo llegamos a esa construcción colectiva del sentido? De nuevo, aquí está Reguera:

¿Qué es eso que llamamos “perspectiva histórica”? Desde mi punto de vista, no es sino el filtro que el tiempo impone sobre las diversas lecturas que se han realizado acerca de un momento histórico, tendiendo a agrupar en un solo y coherente relato a aquellas que coinciden en los puntos fundamentales, y haciendo desaparecer paulatinamente las que discrepan en los mismos. Estas lecturas diversas suponen diferentes construcciones de significado en torno a las obras de arte, que, en muchos casos, poco o nada tienen que ver con la intención primera del artista o con la lectura inmediata de la crítica. Algunas de ellas irán cogiendo peso, mediante consensos, y poco a poco irán formando un fondo de significado de la obra, que las sucesivas interpretaciones de la misma no podrán obviar— en la medida en que la obra ya no será separable de ese fondo—. De este modo, en un determinado momento, se pondrá fin a la suma indiscriminada de significados, haciéndose valer la sentencia de que “no todo se puede decir de cualquier cosa”.

Todo vale porque se trata de la libertad de crear el sentido que más nos convenga, primero individualmente, luego a través del consenso. Y es la sucesiva creación de consensos lo que determina los límites, pero eso es una función más del tiempo y de la obra colectiva en el tiempo que de nuestras voluntades individuales o la voluntad de un mandarinato fundamentalista en busca del absoluto.

Via Paseante extranjero

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